sábado, 8 de noviembre de 2014

Perdido cerca de casa

En sábado pensando en los más pequeños

Esta es una historia que da hasta pena contarla, ¿como es eso de andar "perdido" tan cerquita de casa? pero fue lo que ocurrió. Quizá yo tendría ocho o máximo nueve años. Ese día en la mañana salí a hacer un mandado. El encargo de mi mamá era claro y preciso:
comprar dos bolívares de lagarto (carne para sopa) en la carnicería del abasto. Y pa´ llá iba a cumplir mi encomienda cuando me topé con un muchacho más grande que yo quien me pidió que le cambiara una moneda de un medio que él llevaba consigo por dos lochas que observó que yo tenía, pues iba jugando con mis monedas a la vista de todos.
Hicimos el cambio, el muchacho más grande que yo siguió su camino y yo me dispuse a pedir despacho en la carnicería. Pero antes conté mis monedas y cuál no fue mi sorpresa al comprobar cuánto tenía: la moneda de un medio, un bolívar y una locha. ¡Caramba! ¿será que cuando hice el cambio entregué uno de los dos bolívares que llevaba para comprar lagarto como si fuera una locha o habrá sido que mamá al darme el dinero confundió las monedas, siendo ambas del mismo tamaño?
Regresé a casa atemorizado pues no sabía como reaccionaría mi mamá. Debo aclarar que mi madre era puro amor conmigo, y lo sigue siendo, pero igualito yo tenía miedo, ¿y si me echaba la culpa por descompletar el dinero? Pensando en esto no bien había terminado de llegar a casa cuando escuché los gritos desconsoladores de una de mis hermanas, a quien mi mamá le estaba dando una pela, nunca supe por qué. En casa éramos así, berreábamos hasta más no poder cuando mamá nos pegaba por portarnos mal. Lo cierto es que escuché los berridos de mi hermana y sentí terror. Así que decidí no entrar a casa, no fueran a castigarme también.
Tuve una ingeniosa idea: Ir nuevamente a la carnicería. Pediría los dos bolívares de lagarto y cuando el carnicero me entregara la carne, hecho el loco le daría la moneda de un bolívar y la locha, esperando que se confundiera también... pero el carnicero no cayó. 
La angustia se apoderaba de mí: el carnicero no se dejó meter gato por liebre y mi madre de seguro me mataría a palos, pensaba yo, por la falta cometida. El miedo y la angustia me llevaron a tomar la decisión más trascendental de mi corta existencia: ¡No volvería más a mi casa! Resuelto como estaba, caminé unas pocas cuadras en dirección a la escuela donde yo estudiaba, cerca de una pequeña urbanización de casas y edificios de poca altura rodeada de árboles. Muchas veces había pasado por allí, pues era un atajo que en veces tomábamos al regresar de la escuela. Con sus árboles y plantas de hermosas flores, era un lugar que me invitaba a jugar y soñar.
Hice de ese lugar mi escondite. Me ubiqué cerca de uno de aquellos árboles y como poseía un medio (0,25 céntimos) de mi merienda, no la pasaría tan mal. Así que salí de mi escondite, me compré un rico raspado (cepillado) con ponche y volví a enconcharme. Pasado un rato pensé en la conveniencia de volver a casa, pero necesitaría una muy buena excusa para justificar la tardanza desde que salí para hacer el mandado. También consideré comprarle un obsequio a mi mamá con el bolívar y la locha que aún me quedaban y que por cierto eran suyas. Así que volví a salir de mi escondite y estuve viendo en la quincalla pero no vi nada que pudiese adquirir. Entonces decidí que si "no podía" volver a casa, tomaría ese dinero para mí de una vez por todas y así estuve saliendo y entrando pues tenía para comprar bastante chucherías.
En una de esas salidas de mi escondite fui "encontrado" en un abasto de la vereda por mi vecino Richard, un muchacho mayor que yo, especie de ángel de la guarda que me acompañó de niño. Enseguida el me abordó preguntándome que hacía allí y ni corto ni perezoso le respondí: mi mamá me mandó a comprar dos bolívares de lagarto. 
Mi vecino Richard me explicó que en casa todos me andaban buscando, que mi mamá estaba muy angustiada. Yo no comprendía nada de lo que decía y en un descuido suyo arranqué a correr, pues a mi casa no volvería. Por supuesto mi ángel guardián pudo más que yo y tomándome de la mano me hizo regresar junto con él. Era pasado mediodía. La escena parecía el final de una película. El barrio entero estaba convulsionado. La noticia había tomado vuelo desde muy temprano: "El niño de la señora Ramona está perdido". Mientras tanto mi mamá entre lágrimas iba de un lado a otro haciendo las diligencias de rigor y hasta la PTJ (Policía Técnica Judicial) de la época fue a parar poniendo la denuncia de mi desaparición. Los pensamientos más terribles ocuparon su mente a raíz del presunto extravío de quien era sus ojos, su niño consentido.
Después del desenlace del infantil y poco feliz suceso, Concepción (mi hermana mayor) me hizo una pregunta que me heló la sangre: "¿dónde pensabas tú pasar la noche?". ¡Guau! yo no había pensado en eso...
Lo que acabo de contar parece simplemente la historia de un muchacho sumamente ingenuo y carente de imaginación, pero la verdad es que gente bastante crecidita igual toma decisiones como quien dice "a lo loco" sin medir las consecuencias. Unos lo hacen como el personaje de nuestra historia impulsados por el miedo, otros por la ira, otros más son motivados por la envidia y hay quienes se dejan llevar por lo que está de moda. Pero la Biblia dice que "Los planes bien pensados: ¡pura ganancia! Los planes apresurados: ¡puro fracaso!" (Proverbios 21:5 NVI) y nuestro Señor Jesús enseñó lo siguiente: "Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿acaso no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?" (Lucas 14:28 DHH) lo cual quiere decir que antes de tomar una decisión debemos pensar serenamente si somos capaces de asumir sus consecuencias responsablemente. También dice la Biblia: "Confía en el Señor de todo corazón, y no en tu propia inteligencia" (Proberbios 3:5 NVI). "Entrega al Señor todo lo que haces; confía en él, y él te ayudará" (Salmo 37:5 NTV).

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