sábado, 10 de mayo de 2014

¡Mi barquito! ¡Eres mío dos veces!

¡Hoy es sábado! Y de nuevo estoy escribiendo pensando en los más pequeños...

Esta historia se la escuché a un predicador hace unos cuantos años. Tantos años hace que no recuerdo muchos detalles del relato. Pero tanto me gustó que voy a tratar de contarla a mi manera.

Se trata de un muchacho que vivía en un pueblo muy bonito donde vivían varias familias. Y como todo pueblo bonito, este tenía una plaza, un parque, una tienda y el río pasaba cerca.

Nada disfrutaban tanto los muchachos del pueblo como ir a bañarse al río, especialmente los fines de semana cuando disfrutaban un montón. Daba gusto verlos nadar, chapotear, lanzarse clavados desde las ramas de un árbol al pozo que se formaba cuando el río estaba crecido.

Pero llegado el verano el río reducía su caudal y no parecía ser el mismo. Se convertía en un riachuelo. Lucía como un hilo de agua. ¡Eso sí! los muchachos no se daban clavados pero igual se divertían de lo lindo. ¿Como se divertían? Pues cada uno se hacía su barco de madera y lo llevaban a navegar por el hilo de agua. Hasta hacían competencias.

El muchacho de nuestra historia cuyo nombre no recuerdo, hizo un barco muy bonito con madera de pino y le puso velas, su timón y hasta un salvavidas y una brújula de cartón. Todos en casa lo felicitaron, era un barco muy bonito.

Se lo llevó al ríachuelo y con mucha satisfación hizo navegar su barco. Lo contemplaba desplazarse por la pequeña corriente y una sonrisa se dibujó en su rostro de oreja a oreja. ¡No cabía en sí mismo de tanta emoción! Veía extasiado como el barco se iba alejando plácidamente corriente abajo.

¿Se iba alejando? ¿Plácidamente? ¿Corriente abajo?... En efecto el barquito siguió navegando y cuando su dueño cayó en cuenta que se había alejado mucho corrió tras él... pero nunca le dió alcance y llegó el momento en que no lo vio más... ¡había perdido su barco!

Pasó un tiempo y de tanta pena no quiso volver al río. Así que, cuando llegó el fin de semana optó por irse a jugar al parque e iba camino hacía allá cuando le tocó pasar frente a la tienda y se quedó contemplando la vitrina. ¿Y saben que vió en exhibición? ¡Pues nada menos que su barco!

Aquel muchacho no lo pensó dos veces. Inmediatamente entró a la tienda y exigió al encargado que le devolviera su barco. Sorprendido, el encargado de la tienda le hizo ver que el barco le pertenecía pués él lo había encontrado, y si el hacedor del barco quería recuperarlo tendría que pagar el precio que la tienda había fijado.

Al muchacho no le quedó más opción que pagar el precio exigido, así que se puso a trabajar haciendo mandados, lustrando zapatos, vendiendo golosinas, lavando carros, etc. hasta que logró reunir dinero suficiente y se presentó nuevamente en la tienda.

Cuando pagó el precio exigido y recibió su barco, lo abrazó contra su pecho y le dijo: -¡Mi barquito! ¡Eres mío dos veces! Primero porque te hice y segundo porque te compré.

Así termina la historia. Recuerdo que al escucharla por primera vez el predicador dijo algo así:
Todas las personas somos como el barquito del relato. Dios nos hizo pero a causa del pecado todos nos alejamos de Él. Pero así como el muchacho de la historia compró el barco que él mismo había creado, también Dios pagó un precio por nosotros enviando a su hijo Jesucristo para que muriera en nuestro lugar. Si aceptamos esta verdad, reconociendo que somos pecadores alejados de Dios y aceptamos el precio que Él pagó por nosotros, entonces Dios nos recibirá en sus brazos y seguramente nos dirá: Eres mío dos veces, primero porque te hice y segundo porque te compré.

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