En artículo anterior afirmé que la sana enseñanza es el enlace generacional para la preservación de la fe y práctica cristianas (2 Timoteo 2:2).
Frente a una sociedad en crisis, la iglesia de Cristo tiene la desafiante y al mismo tiempo fascinante misión de propagar el mensaje del evangelio de la paz. Y entiéndase que estamos obligados a llevar ese mensaje a todos los pueblos de la tierra: "Y les dijo: id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" (Marcos 16:15 énfasis añadido).
Según el evangelista Mateo el mandato no es solamente predicar sino que tenemos la obligación de "hacer discípulos en todas las naciones". Y hacemos discípulos cuando logramos que la gente viva su fe. La tarea no es solo enseñarles sino enseñarles que guarden, es decir, practiquen el evangelio. Un discípulo debe creer, aprender y evidenciar (Mateo 28:19-20).
Ante tamaña responsabilidad de alcance mundial nos preguntamos ¿cómo y dónde empezar? y la respuesta es obvia: aquí y ahora... y... ¿que les parece si empezamos por los más pequeños?
Las iglesias procuran tener como maestros a las personas más y mejor capacitadas, que manejen adecuadamente recursos pedagógicos y se compruebe que fueron llamadas por Dios al ministerio de la enseñanza. Por supuesto, deben tener un testimonio intachable. Esto es así a la hora de designar maestro para jóvenes o para adultos, pero cuando se buscan maestros para niños a veces da la impresión que se es menos exigente. Como si los niños necesitasen tan sólo que se les entretenga para que no estorben a los adultos. ¡Craso error!
Se cuenta de una comunidad donde se daban el lujo de tener al más excelente de los maestros. Cada escuela dominical, cada servicio al aire libre, célula familiar, debates, foros, sesiones de preguntas y respuestas, cada experiencia pedagógica que él lideraba resultaba excepcional, pues aquel hombre era un "bárbaro" enseñando. ¡Nunca nadie había enseñando así! Generalmente la gente desbordaba el recinto donde eran convocados, hasta se moneaban en los techos o subían a los árboles tan siquiera para verlo, pues no sólo era su verbo sino que poseía también un gran carisma y lo mismo era importante para él atender las inquietudes particulares de un discípulo o subir a una improvisada cátedra ya fuese una barcaza o sobre la montaña para dar una clase magistral frente a un público numeroso.
Cierto día la gente de protocolo trató de impedir el ingreso de un grupo de niños que simplemente querían ver al maestro de cerca y que los tocase. Éste, al percatarse de lo que ocurría, les dijo muy amablemente pero con autoridad: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Lucas 18:16, 17 versión La Biblia de nuestro pueblo).

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