Ese día era mucho el bullicio que había junto a la orilla del río. Con el mayor entusiasmo los alumnos de la prestigiosa institución estaban trabajando en la realización de su sueño. En poco tiempo se terminaría el
hacinamiento y con la nueva ampliación recibirán la enseñanza con mayor comodidad.
Todos tienen ánimo para trabajar y mientras unos pulen la madera, otros se dedican a limpiar el terreno y otros más funcionan como caleteros, llevando materiales de un lado a otro. Los leñadores se encargan de talar los árboles junto al Jordán de donde cortarán los trozos de madera. Entonces ocurrió que mientras uno de ellos cortaba un árbol se le zafó la cabeza del hacha y ¡zás!... fue a parar al río. No tardaría muchos segundos en hundirse. Desesperado, el alumno exclamó: -¡Ay, maestro! ¡Esa hacha no era mía!
Dichas palabras conmovieron al profeta Eliseo. Todos sabían en Israel que el costo del mineral de hierro en aquellos días resultaba impagable. Entonces el hombre de Dios cortó un palo y echándolo donde el hacha se había hundido, hizo que el hacha flotara -como por arte de magia- a la vista de todos. Pero no, claro que no se trataba de un acto de magia. En aquella escuela de los hijos de los profetas en Israel se fomentaba precisamente lo que enseña la Torah: Dios condena todo lo que tenga que ver con adivinación, ritos mágicos, consulta a los muertos, astrología y todo forma de superstición e idolatría. Pero si le complace a nuestro Padre celestial bendecir a sus hijos y actuar milagrosamente en su favor en tiempos de necesidad, pues para Él nada es imposible.
Puedes leer la historia del hacha que flotó directamente en la Biblia: 2 Reyes cap. 6:1-7. Acerca de toda forma de ocultismo, magia e idolatría que Dios condena, léase Deuteronomio 18:9-14

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