De nuevo en sábado pensando en los más pequeños.
La semana pasada me referí a dulces recuerdos de mi infancia cuando mi hermanita menor y la que me antecede nos reuníamos para escuchar cuentos e historias que otra de mis hermanas -la de dotes histriónicos, que nos antecede a los tres- nos relataba. Cuentos e historias que siempre tenían un final feliz, pues los malos siempre terminaban castigados mientras que la gente buena a la final terminaba riendo, es decir, triunfantes.
¡Ah! pero habían otros relatos. Se trataba de historias escalofriantes, cuentos soterrados, dantescos, relatos exacerbados de la gente grande -es decir, adultos- que cada vez que se reunían compartían entre ellos. A veces hasta lo conversaban en voz baja cruzando las miradas y algunos como que tragaban grueso mientras escuchaban... y contrario a lo que se creía, siempre había ocasión para los niños escuchar disimuladamente si parábamos bien las orejas. Claro está, después de escuchar aquellas historias los ojos se nos querían salir de sus órbitas y se nos ponía la piel de gallina... pues se trataba de historias espantosas. Algunas veces hasta nuestros padres y abuelos tenían su propia anécdota... Digo que eran historias espantosas pues trataban de fantasmas, duendes, almas en pena y muertos que salían de sus tumbas para espantar a la gente.
No puedo decir cuántos añitos tendría yo cuando decidí contar mi propia historia de miedo pero como no tenía ninguna (afortunadamente), opté por inventarme una. Fue así como entré a la habitación de mis hermanas y con la luz apagada me estuve parado rozando el jergón de la cama y con una mezcla de picardía e ingenuidad pura, yo mismo me di un pellizco en la pierna. De inmediato salí a contarle a mis hermanas con voz socarrona lo que supuestamente me había acontecido: -Fulana, yo estaba solo en la habitación y sentí cuando me dieron un pellizco...
Por supuesto que no me creyeron y en mi afán por convencerlas me propuse darles una demostración. Nuevamente entraría a la habitación y repetiría la acción. Así lo hice. Entré de nuevo con la luz apagada y me estuve parado unos instantes rozando con mi pierna el jergón de la cama, sólo que esta vez no tuve que pellizcarme yo mismo, pues de verdad sentí cuando me dieron un pellizco de esos que en lugar de sujetar una porción de piel entre los dedos, más bien pareciera pinchar con las uñas la superficie de la piel y lo que se siente es el agujazo. Salí despavorido. Esta vez si tenía algo que contar. Algo o alguien parecía encontrarse debajo de la cama y me había dado tremendo pellizco. Y lo que es peor: nunca nadie me creyó.
Hasta el día de hoy no encuentro explicación sobre dicho suceso. Una cosa sí es cierta, para evitarnos cualquier inconveniente es mejor cumplir el mandato bíblico: "y no engañaréis ni mentiréis el uno al otro" (Levítico 19:11).
La semana pasada me referí a dulces recuerdos de mi infancia cuando mi hermanita menor y la que me antecede nos reuníamos para escuchar cuentos e historias que otra de mis hermanas -la de dotes histriónicos, que nos antecede a los tres- nos relataba. Cuentos e historias que siempre tenían un final feliz, pues los malos siempre terminaban castigados mientras que la gente buena a la final terminaba riendo, es decir, triunfantes.
¡Ah! pero habían otros relatos. Se trataba de historias escalofriantes, cuentos soterrados, dantescos, relatos exacerbados de la gente grande -es decir, adultos- que cada vez que se reunían compartían entre ellos. A veces hasta lo conversaban en voz baja cruzando las miradas y algunos como que tragaban grueso mientras escuchaban... y contrario a lo que se creía, siempre había ocasión para los niños escuchar disimuladamente si parábamos bien las orejas. Claro está, después de escuchar aquellas historias los ojos se nos querían salir de sus órbitas y se nos ponía la piel de gallina... pues se trataba de historias espantosas. Algunas veces hasta nuestros padres y abuelos tenían su propia anécdota... Digo que eran historias espantosas pues trataban de fantasmas, duendes, almas en pena y muertos que salían de sus tumbas para espantar a la gente.
No puedo decir cuántos añitos tendría yo cuando decidí contar mi propia historia de miedo pero como no tenía ninguna (afortunadamente), opté por inventarme una. Fue así como entré a la habitación de mis hermanas y con la luz apagada me estuve parado rozando el jergón de la cama y con una mezcla de picardía e ingenuidad pura, yo mismo me di un pellizco en la pierna. De inmediato salí a contarle a mis hermanas con voz socarrona lo que supuestamente me había acontecido: -Fulana, yo estaba solo en la habitación y sentí cuando me dieron un pellizco...
Por supuesto que no me creyeron y en mi afán por convencerlas me propuse darles una demostración. Nuevamente entraría a la habitación y repetiría la acción. Así lo hice. Entré de nuevo con la luz apagada y me estuve parado unos instantes rozando con mi pierna el jergón de la cama, sólo que esta vez no tuve que pellizcarme yo mismo, pues de verdad sentí cuando me dieron un pellizco de esos que en lugar de sujetar una porción de piel entre los dedos, más bien pareciera pinchar con las uñas la superficie de la piel y lo que se siente es el agujazo. Salí despavorido. Esta vez si tenía algo que contar. Algo o alguien parecía encontrarse debajo de la cama y me había dado tremendo pellizco. Y lo que es peor: nunca nadie me creyó.
Hasta el día de hoy no encuentro explicación sobre dicho suceso. Una cosa sí es cierta, para evitarnos cualquier inconveniente es mejor cumplir el mandato bíblico: "y no engañaréis ni mentiréis el uno al otro" (Levítico 19:11).

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