De nuevo en sábado pensando en los más pequeños.
Entre los dulces recuerdos de mi infancia están aquellos momentos en que nos reuníamos mi hermanita menor y la que me antecede para escuchar cuentos e historias que otra de mis hermanas -la de dotes histriónicos, que nos antecede a los tres- nos relataba. Cuentos de personajes fabulosos e historias de gente piadosa que cobraban vida en la voz y los ademanes de mi hermana.

Escuchar aquellos cuentos de personajes fabulosos resultaba fascinante: Niños que pasean por el bosque, una niña que recoge flores en su canasta, la joven doncella y su gran aventura en compañía de siete pequeños e ilustres personajes, el joven hidalgo sobre su brioso corcel... las flores y el lobo hablan, el sol y la mata de higos también. Hasta había una casita de galleta y chocolate. Pero en casi todos los cuentos había un personaje malvado que siempre se hacía acompañar por un gato negro de ojos amarillos y hacía su aparición bien entrada la noche, a la hora cuando aullan los perros. Por fortuna la gente buena siempre salía bien librada, el mal triunfaba sobre el bien y se hacía justicia. Los malos recibían su merecido.
Con el paso del tiempo por supuesto crecí, me tocó ir a la escuela y aprendí a diferenciar lo real de lo imaginario. A través de la televisión conocí otros héroes y personajes famosos. Muchos de ellos de ficción. Algunos me parecieron cercanos, bastante parecidos a la realidad.
También me tocó vivir mis propias historias. Historias reales, verdaderas. Algunas historias son muy tristes. Como cuando muere la abuelita, a quien Dios se la lleva y le evita seguir sufriendo penosa enfermedad.
Pero de todas las historias que he oído desde que era niño, la que más me ha sorprendido, me cautiva y me sigue maravillando es una historia de la vida real... la historia de la Navidad. Un historiador, el doctor Lucas, la resume así:
En esos días, Augusto, el emperador de Roma, decretó que se hiciera un censo en todo el Imperio romano... Todos regresaron a los pueblos de sus antepasados a fin de inscribirse para el censo. Como José era descendiente del rey David, tuvo que ir a Belén de Judea, el antiguo hogar de David. Viajó hacia allí desde la aldea de Nazaret de Galilea. Llevó consigo a María, su prometida, cuyo embarazo ya estaba avanzado. Mientras estaban allí, llegó el momento para que naciera el bebé. María dio a luz a su primer hijo, un varón. Lo envolvió en tiras de tela y lo acostó en un pesebre, porque no había alojamiento disponible para ellos. (Evangelio de Lucas, capítulo 2, versículos 1 al 7).
Obviamente se trata del nacimiento de Jesús de Nazareth. Cierto personaje que lo conoció muy de cerca porque llegó a ser uno de sus discípulos, supo de primera mano algo que le da sentido a la historia: Dios amó tanto al mundo que dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. (Juan 3:16 NTV).
Entre los dulces recuerdos de mi infancia están aquellos momentos en que nos reuníamos mi hermanita menor y la que me antecede para escuchar cuentos e historias que otra de mis hermanas -la de dotes histriónicos, que nos antecede a los tres- nos relataba. Cuentos de personajes fabulosos e historias de gente piadosa que cobraban vida en la voz y los ademanes de mi hermana.

Escuchar aquellos cuentos de personajes fabulosos resultaba fascinante: Niños que pasean por el bosque, una niña que recoge flores en su canasta, la joven doncella y su gran aventura en compañía de siete pequeños e ilustres personajes, el joven hidalgo sobre su brioso corcel... las flores y el lobo hablan, el sol y la mata de higos también. Hasta había una casita de galleta y chocolate. Pero en casi todos los cuentos había un personaje malvado que siempre se hacía acompañar por un gato negro de ojos amarillos y hacía su aparición bien entrada la noche, a la hora cuando aullan los perros. Por fortuna la gente buena siempre salía bien librada, el mal triunfaba sobre el bien y se hacía justicia. Los malos recibían su merecido.
Con el paso del tiempo por supuesto crecí, me tocó ir a la escuela y aprendí a diferenciar lo real de lo imaginario. A través de la televisión conocí otros héroes y personajes famosos. Muchos de ellos de ficción. Algunos me parecieron cercanos, bastante parecidos a la realidad.
También me tocó vivir mis propias historias. Historias reales, verdaderas. Algunas historias son muy tristes. Como cuando muere la abuelita, a quien Dios se la lleva y le evita seguir sufriendo penosa enfermedad.
Pero de todas las historias que he oído desde que era niño, la que más me ha sorprendido, me cautiva y me sigue maravillando es una historia de la vida real... la historia de la Navidad. Un historiador, el doctor Lucas, la resume así:
En esos días, Augusto, el emperador de Roma, decretó que se hiciera un censo en todo el Imperio romano... Todos regresaron a los pueblos de sus antepasados a fin de inscribirse para el censo. Como José era descendiente del rey David, tuvo que ir a Belén de Judea, el antiguo hogar de David. Viajó hacia allí desde la aldea de Nazaret de Galilea. Llevó consigo a María, su prometida, cuyo embarazo ya estaba avanzado. Mientras estaban allí, llegó el momento para que naciera el bebé. María dio a luz a su primer hijo, un varón. Lo envolvió en tiras de tela y lo acostó en un pesebre, porque no había alojamiento disponible para ellos. (Evangelio de Lucas, capítulo 2, versículos 1 al 7).
Obviamente se trata del nacimiento de Jesús de Nazareth. Cierto personaje que lo conoció muy de cerca porque llegó a ser uno de sus discípulos, supo de primera mano algo que le da sentido a la historia: Dios amó tanto al mundo que dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. (Juan 3:16 NTV).
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