Cuando vemos a nuestro alrededor tanto deterioro moral y espiritual amén de los niveles de pobreza y miseria que injustificadamente abaten nuestra nación. Cuando pateando la ciudad se percibe un ambiente cargado de odio y resentimiento. Cuando vemos o leemos a diario los hechos noticiosos que bien pueden resumirse en palabras del profeta veterotestamentario: "El país se ha llenado de sangre, y la ciudad está llena de violencia" (Ezequiel 7:23 NVI).
Ante el sin número de hogares destruidos y embarazos precoces, el elevado índice de adolescentes con largos historiales de criminalidad y cientos de jóvenes desorientados y sin esperanza, muchos de ellos con sus vidas desechas por el alcohol y las drogas. Al contemplar cómo la gente buena es apartada en tanto se gratifica la impudicia y quienes administran justicia llaman a lo malo bueno, y a lo bueno malo.
De cara a semejante panorama resulta inevitable exclamar juntamente con el apóstol del primer siglo cuando los primeros cristianos tenían que elegir entre el señorío de Cristo y el culto al emperador: "el mundo entero yace bajo el poder del maligno" (1 Juan 5:19). El tal maligno no es otro que Lucifer, el diablo. El propio Jesucristo lo identificó como un personaje siniestro, homicida, mentiroso y padre de toda mentira. Un malhechor que sólo viene a robar, matar y destruir (Juan 8:44; 10:10). En el libro de Apocalipsis se lo llama Apolión, nombre griego que significa El Destructor. Y advierte el autor que este enemigo de la justicia viene con todo su furor en contra de la humanidad (Ap. 9:11; 12:12). El diablo sabe que dañando al ser humano daña la imagen de Dios pues a su imagen y semejanza Dios creó al hombre.
¿Una respuesta simplista ante la problemática social que nos envuelve? ¿Se pretende acaso culpar al demonio por todos los males que han devenido por nuestras malas decisiones o que son el resultado de la conducta y la avaricia de quienes ocupando determinadas posiciones afectan la vida de multitudes, incluso naciones enteras? En modo alguno. Después de todo el ser humano es un ser moral y cada persona dará cuenta de sí.
Mas la Biblia enseña que el hombre es ante todo un ser espiritual: "Formó, pues, el SEÑOR Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente" (Génesis 2:7). Subyacente al mundo que vemos con nuestros ojos físicos está el mundo espiritual del cual el primero es como un espejo a través del cual miramos oscuramente. Dentro de esa esfera espiritual se libra una batalla pues Satanás se ha propuesto destruir las vidas de las personas y apoderarse de sus almas. De allí que la Biblia también lo identifica como "el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia" (Efesios 2:2).
Pero gracias a Dios ese no tiene por qué ser el final. Ante los embates del cruel Apolión vino en nuestro favor Cristo El Destructor: "El Hijo de Dios se manifestó con este propósito: para destruir las obras del diablo" (1 Juan 3:8b LBLA). Fue así como Jesús de Nazareth "anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con El" (Hechos 10:38). Lo mejor de todo es esta verdad tan grande que penetra hasta el alma: "Jesucristo es el mismo hoy, y ayer, y por los siglos" (Hebreos 13:8). Su poder para destruir todo lo malo y perverso que Satanás pretenda usar contra nosotros nunca se agota.
De manera que no hay razón para vivir como esclavos del diablo ni estar sujetos a él como hijos de desobediencia. Mas bien pidamos a nuestro Padre celestial: "Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra". Y oremos por nuestra nación tal como dice la Biblia, para que vivamos quieta y reposadamente, en toda piedad y honestidad.

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