martes, 5 de abril de 2016

YO SOY ELLA, LA PECADORA


Todo pasó tan rápido que apenas pude darme cuenta de lo que sucedía al sentir que mi cuerpo era arrastrado con violencia y escuchar la algarabía de aquella turba que había irrumpido en mi lugar secreto.
Lo que más me dolía no eran los pies lastimados por las piedras del
camino, ni los empujones, ni los tirones de
pelo. El escarnio, la afrenta, la discriminación, el vejamen... ¡cómo laceran el alma! y era eso lo que más me lastimaba.
No digo que yo no sea culpable pues reconozco haber transgredido el divino mandamiento. Pero nunca imaginé vivir semejante humillación, que se me haya expuesto a la vista de todos y hasta mis propios hermanos me condenen. De esa manera justifican sus prejuicios religiosos. Para nada les importaba mi persona, yo era simplemente un instrumento con el cual enfrentar los embates de aquel intruso cuyas enseñanzas estaban socavando -según ellos- los fundamentos de la nación.

Tantas veces escuché hablar de él que deseaba de todo corazón conocerle, pero nunca en estas circunstancias. La idea que me había  hecho era completamente distinta. Tal vez acercarme y estrechar su mano, sentarme a sus pies, ungirle con perfume o simplemente servirle. El tiempo se me fue en amoríos y ahora estoy aquí, literalmente contra el suelo mientras todos los que me acusan se arremolinan en derredor.
Yo soy ella, la pecadora o como lo expresara el bueno de Juan, la mujer que fue sorprendida teniendo relaciones sexuales con un hombre que no era su esposo. A rastras fui traída hasta aquí, casi que hasta los mismos pies del maestro. En un primer momento ni siquiera quise mirarlo. ¡Cómo podría levantar la mirada para ver de frente a ese hombre tan puro! Puesta allí, mas bien arrumada como un coroto, no hacía más que llorar en espera de ser lapidada. Entonces entreabrí mis ojos y allí estaba él pero ¡oh sorpresa! lo contemplé por un instante y permanecía inclinado hacía el suelo haciendo trazos con el dedo. ¡Me pareció tan manso!.

La multitud le increpaba exigiendo mi apedreamiento por adúltera cuando en realidad lo que trataban era de emboscarlo. Por cierto a mi pareja la dejaron escapar... pero bueno, yo soy la mujer. Entonces él se irguió. Sin levantar la mirada pude percibir su movimiento. Cuando habló su sola voz llenó el recinto y toda la algarabía cesó: -El que de vosotros esté libre de pecado, sea el primero en arrojar una piedra contra ella.
No dijo más. La gente empezó a salir. Algunos arrastran los pies al caminar. En pocos minutos todo el mundo se había ido. Y por primera vez me habló. Entonces pude contemplarlo. Verlo a él mitigó mi dolor. No negó mi condición pero tampoco me condenó. Ese día se juntó mi miseria con su misericordia y aún resuena en mis oídos el eco de sus palabras: -desde ahora no peques más... no peques más... no peques más...

Hasta entonces yo fui una mujer etiquetada. Mi pecado era como una fea mancha, una costra adherida a mi piel, una lepra inherente a mí. Era parte de mi personalidad. Pero Jesús me enseñó que el pecado no tiene porqué sellar mi destino. Por primera vez empecé a ver el pecado como algo externo, separado de mi. No tengo porqué llevarlo para toda la vida. Puedo vivir en paz con Dios y conmigo misma pues Jesús intercedió por mí.

Basado en el relato del Evangelio de Juan 8: 1 al 11.

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